Hay cosas que no existen a menos que te pongas a buscarlas. Indagar sobre asuntos increíbles puede convertirse en un galimatías. Por ejemplo si buscas la entrada al Hades comprobarás que hay diversos lugares de Grecia que reclaman su paternidad. La falta de datos concretos de los historiadores sobre la geolocalización del ingreso a los infiernos griegos hace que todo se complique mucho. Ya sé que parece que hablo de broma pero es totalmente en serio, no es nada fácil situar la puerta de la morada del dios Hades y su esposa Perséfone. Solamente en el Jónico hay dos desembocaduras de rio que responden a la descripción que da Homero, por boca de Circe cuando quiere indicar a Odiseo como descender al inframundo:
El soplo de Bóreas la llevará, y cuando hayas atravesado el Océano y llegues a las planas riberas y al bosque de Perséfone esbeltos álamos negros y estériles cañaverales , amarra la nave allí mismo, sobre el Océano de profundas corrientes, y dirígete a la espaciosa morada de Hades. Hay un lugar donde desembocan en el Aqueronte…
Yo estuve en las dos, pero nada vi sobre la laguna Estígia. Pero resulta que en el Peloponeso, en el Ténaros hay otro posible ingreso a los infiernos. Si mal no recuerdo Heracles, Hércules, bajó por aquí para vérselas con el perro de tres cabezas, el cancerbero, en uno de sus famosos trabajos expiatorios. Nada más lejos de la descripción homérica pues aquí no hay álamos, ni otros árboles, ni mucho menos desembocaduras ni cañaverales. Pero sí un océano de profundas corrientes, porque es frente a este cabo meridional donde el mediterráneo llega a sus máximas profundidades, casi 5000 metros. No sé si los clásicos barajaban este dato para elegir la antesala del más allá, pero, la verdad es que cada día me sorprendo más de las cosas que conocían y perdimos con la bruma de la historia.
Yo venía releyendo a Patrick L. Fermor, en su libro “Viajes por el sur del Peloponeso”; narración obligatoria si quieres viajar por la zona y entenderla. El también, atraído por el mito, se embarcó en un caique para buscar la improbable entrada, cerca ya del faro del Ténaros. Creo que llegamos a descubrir la cueva de la que hablaba y donde se sumergió, pero tampoco dejaba muy claro que hubiera encontrado nada especial. La verdad es que resultaba difícil dejar el barco solo en un fondeo precario para adentrarse buceando en el abismo sin retorno. Un barco te transporta pero también tiene su servidumbre y sus cuidados; no se merece que bajes la guardia por mucho infierno que busques. Nos quedamos con las ganas.
Unas millas más al norte, en la bahía de Diros, hay unas cuevas muy famosas que, como no, aspiran a ser las puertas del Hades. Se trata de un conjunto de galerías, cuyo acceso está situado un poco por encima del nivel del mar, pero que en algunos puntos pueden llegar hasta 71 metros bajo la superficie; miden aproximadamente 14 kilómetros de largo y el agua dentro no es salada pero sí de una dureza especial que ha producido la creación de pasadizos interminables adornados con estalactitas y estalagmitas de gran belleza. Las cuevas se conocían desde principios de siglo pasado pero no se empezaron a explorar hasta los años 60. Los primeros aventureros se quedaron sorprendidos de encontrar esqueletos fosilizados de muchos animales extinguidos en el continente europeo; hipopótamos, linces, leones y hasta restos de asentamientos neolíticos. Las cuevas se abrieron al público y hoy en día representan un atractivo turístico para la deprimida zona del Máni. Se accede a ellas por carretera o por mar, fondeando en las cristalinas aguas de la bahía, aunque muy abierta a los vientos dominantes de la zona.
No me entusiasman los sitios donde llegan los autocares, en caravana, y se bajan los turistas, en fila, y te reparten folletos y te estabulan y te sientan en una barca y te dan un chaleco salvavidas y te explican, pero… ¿No había que buscar la bajada a los infiernos? Así que hicimos de tripas corazón y nos encaminamos al posible fuego eterno.
Por un lado tuvimos suerte pues no había nadie ese día, por otro no, pues el nivel del agua había subido; dijeron; y el recorrido por las cuevas quedaba reducido a la mitad; explicación suficiente para que no hubiera nadie. Consideramos la posibilidad de abandonar, aunque era ahora o nunca; no creo que hubiera otra ocasión para obnubilarnos tanto y volver a un sitio así. Nos sentamos en un banco, nos pusieron el chaleco y esperamos. Como no vino nadie más pudimos bajar los dos solos por las escaleras que conducen al pequeño embarcadero donde unas 8 chalupas con banquitos esperaban la llegada de clientes.
Los carteles constantemente advertían de la prohibición de utilizar cámaras o de tocar las paredes de la cueva para no malograr las estalactitas. Lo de las fotos no lo entendía bien pues las cuevas se encuentran iluminadas, con luces de colores, para realzar más el efecto de las formaciones milenarias; pero me lo aclararon en seguida. Nada más sentarnos en la barca, juntos, en crujía y con el chaleco puesto ¡ay señor! emergió un fotógrafo desde las profundidades del Averno y nos soltó un flash que nos dejó noqueados y viendo estrellitas luminosas.
Subió el barquero como un exabrupto que hizo tambalear la barca, transmitiéndoles el impulso a sus vecinas y quedando todas bailando una danza maldita. Comenzó a recitar a voz en cuello un texto aprendido de memoria sin puntos ni entonaciones pero lleno de cifras, fechas, hipopótamos, nombres y distancias. Nosotros veíamos pasar hermosas galerías a nuestro costado que nunca visitaríamos, pues él seguía en línea recta y voceando, pegando unos tremendos empellones a las bellas estalactitas y estalagmitas para dirigir la barca. Estuve segura de que por fin habíamos llegado al Tártaro y el barquero, el mismísimo Caronte nos torturaba ya desde el inicio del viaje; le hubiera metido un trapo en la boca para que dejara de enumerar nuestros pecados.
Tras recorrer unos 200 metros escasos nos desembarcó en la otra orilla para que saliéramos por nuestro pie a través de corredores que ascendían a la superficie; creo que fue lo mejor de la visita, cuando se alejaba en silencio.
A la salida y como era de esperar, nuestra foto colgaba expuesta para que la adquiriéramos; impresa sobre un folio corriente y con la tinta borrosa de una impresora en mal estado. Pero se alcanzaba a ver la mueca gorgónea que posé para el fotógrafo.
Entrada publicada originalmente en nuestro blog navegandoporgrecia