De todas las criaturas vivas de la tierra, son los barcos los únicos a los que no se puede engañar con pretensiones vanas, los únicos que no consentirían malas artes por parte de sus amos.
J. Conrad. El espejo del mar.
Si Conrad levantara la cabeza, se daría cuenta de su error, no daría crédito a lo que podría llegar a ver; todo un mar cubierto de capitanes.
En la marina profesional y sobre todo en épocas de Conrad, la vida de un marino era larga; hasta llegar al mando de una nave pasaban muchos años de oficiales y en ese tiempo se establecía una selección; no todos llegaban al final. Como consecuencia de esto la figura del Capitán era emblemática, sabia, imponente; un auténtico dios sobre cubierta. Algunos nombres, personajes reales o inventados, incluso transcendieron a los libros o la historia para quedar cómo iconos, despreciables o admirables, conocidos en todo el mundo: Larsen, Acab, Blight, Fletcher, Cook, Nelson… ¿Quién de niño no ha jugado a ser un gran capitán y mandar a látigo y fuego sobre su tripulación?
También decía Conrad, en su Espejo del mar, que la navegación deportiva era una grata esperanza de que no se perdieran los hermosos veleros y las buenas formas marineras, un arte acosado por la llegada de los grandes vapores. Pobre Conrad. Los veleros no se perdieron, todo lo contrario, se fabricaron como buñuelos; pero lo de las buenas formas marineras es harina de otro costal.
Hay cientos de miles de capitanes haciéndose a la mar cada fin de semana en sus barcos propios o alquilados, con sus flamantes títulos recién sacados, con sus gorras y sus guantes. Forman manadas de blancas naves que se desplazan a velocidad del rayo de un sitio a otro sin derrota planeada; chillan y son chillados. Se someten a singladuras agotadoras y acometen maniobras que nunca les salen; sería un milagro; solo porque han visto un barco allí fondeado desean ellos lo mismo ¿Pero cómo?
Yo misma soy parte culpable; en invierno cada semana, firmo los certificados de prácticas de otros 7 nuevos capitanes dispuestos a salir y sembrar el terror. Para la mayoría es un mero trámite y aunque yo me desgañite contándoles, en solo 16 horas, los secretos de las maniobras, los efectos del viento, que las amarras no son cuerdas para atar el barco, si no cabos de maniobra que nos facilitan la vida, que el ancla no se tira y ya está y que lo mejor es que hagan las cosas despacio y pensándolas antes; pocos me comprenden o se interesan. Siempre hay algún ser sensible que al despedirse te dice:
– La verdad es que he aprendido mucho, pero sobre todo…he aprendido que no tengo ni idea.
– Tú tienes algún boleto para ser un capitán, el resto ninguno.- Añado
Así que cada año que pasa más capitanes se lanzan al mar; un torrente inagotable de capitanes de diversas nacionalidades navegando a vela sin viento y a motor con la brisa, con sus defensas siempre puestas y listas, con sus auxiliares colgando o enredadas en la cadena, con el único propósito de llegar a puerto y amarrar como sea, donde sea y sobre el cadáver de quien sea. Eso sí, ya lo han conseguido, son los primeros preparados a vociferar: !My anchor! !My anchor!, cuando se aproxima el prójimo.
Chillar y ser chillados, su destino, el leitmotiv de sus vacaciones. Pero, ¿es que no son capitanes? ¿Acaso se le chilla a un capitán? ¿No es su voz la única que se tiene que oír sobre cubierta? ¡Pues chillemos! Y se enfurecen los capitanes al timón ¡Que desvergüenza de tripulación que no obedece! ¡Gandules! ¡Vagos! ¡Cómo se te vuelva a caer la amarra al agua te paso por la quilla! Y la tripulación; es decir, la señora y el niño; aturdida, ve que el barco va directo contra el vecino, lejos, muy lejos de donde les dijo el capitán que amarrarían en un principio. Así que al llegar la noche, en la tranquilidad de la taberna, la tripulación exclama:
– It’s the first and the last time we rent a boat, Darling (la primera vez y la última que alquilamos un barco, Cariño)
Este año lo intentará con amigos. ¡Fuera la señora que es un estorbo!, nunca disfruta de sus aficiones ¡Que placer ¡Qué erección produce el ser llamado, Capi, Capitán, Patrón! ¡Almirante! Si, él realmente es un almirante. Y se envalentona. Y grita palabros incomprensibles.
– ¡Poner el ancla a la pendura! ¡A pique! ¡Zafar las bozas!
– ¿Qué dice?
Pero las maniobras siguen saliendo de pena y la tripulación va perdiendo confianza en su Capi. Ya no le creen cuando dice mala suerte, ancla de mierda, culpa del vecino que tenía el fondeo donde no tocaba ¡Ay dios! ¡Qué falta de respeto y de disciplina! Por nada abandona la tropa a un capitán. Se le desdibujan los galones de sus hombros y resbala la gorra por su frente. Derrotado.
– Qué bien te salió la maniobra.- me dijo un vecino un día.- ¿Podías enseñarle a nuestro patrón? Siempre le sale mal.- El aludido se escondió en los cofines de sus bodegas.
– Dile a tu patrón que hay mucho escrito, pero en todo caso que observe. Se aprende mucho mirando a los demás. Que amarrar un barco es un arte que produce más alegrías que todos los galones. Buscar con calma el sitio donde largar el ancla, un poco a barlovento pero si cruzar a nadie; colocar el barco en posición con el viento y despacito, sin prisas, todo el tiempo necesario que el viento te permita, dejar que vaya barco y cadena, colarte entre los vecinos, suave, como media de seda, sin tocarlos, cobrando cadena cuando quieres que el barco caiga, largando cuando quieres que avance. Un gozo, una maravilla. Y ese apagar el motor y esa caricia al barco que tan bien lo ha hecho. Y esa cerveza fría, después, para analizar los errores, lo mejorable, lo incompleto. Riquísima.
Pero dile, sobre todo, que no grite; no hace ninguna falta.