Durante la ocupación otomana, los griegos sufrían condiciones de semiesclavitud y siempre fueron considerados como ciudadanos de segunda clase; muchos se exiliaron al monte reconvirtiéndose en bandoleros marginados, asaltando convoyes, atacando patrullas y asolando las propiedades de los turcos ricos. Sus fechorías eran simpáticas a los ojos de los griegos, porque instigaban a su enemigo odiado y en muchas ocasiones les ayudaban a ocultarse y a burlar a sus captores. Los Kleftes se convirtieron en héroes y su gran experiencia en la guerrilla, tras muchos años de clandestinidad partisana, los transformó en la avanzadilla de la incipiente rebelión contra la ocupación y posterior guerra de independencia. Realmente hubo zonas de Grecia, que incluso bajo la dominación turca, conservaron un cierto grado de libertad gracias a sus feroces Kléftes. Ejemplos de estas regiones son el Mani, en el Peloponéso, Skafia, en Creta, y Suli, cerca de Ioánnina. Llegaron a tener una música propia, costumbres propias y cocina propia; todo marcado por la ilegalidad de su existencia. Como esta canción del Epiro, en que se lamentan de la muerte de un buen klefte, Marko Botsarí.
En cuanto a la gastronomía que inventaron, como es de suponer, tenía que ser pobre de ingredientes, pobre de medios y totalmente discreta, ya que cocinaban lo que robaban a los ricos y estos los perseguían. Una forma genial de que no les delatara el aroma de sus guisos era cocinarlos bajo el suelo; para ello hacían una hoguera en un hoyo y cuando la tierra estaba muy caliente enterraban el cordero con las verduras encerrados en una tinaja de barro, lo sepultaban y a volvían a poner brasas encima que se mantenían candentes durante 24 horas. Nadie les podía acusar de estar asando nada.
La verdad es que la elaboración del kléftico como mandan los cánones se las trae; yo nunca he logrado probar algo así, pero sí que me ha contado algún amigo que es el plato más increíble que se pueda comer y que tiene que ir acompañado, inexcusablemente, de una buena reunión de colegas, parea en griego, alrededor de las brasas siempre ardientes; amigos que deben turnarse en mantener vivo el fuego sagrado charlando de la vida, cantando canciones, bebiendo buen vino y aguardando a que se obre el prodigio culinario. Que nervios debe dar no ver la oculta alquimia que tiene lugar allá abajo, en los calores de la tierra, con el cordero en su cámara sellada, sin oler, sin oír su crepitar ni sus susurros. Que desazón el desconocer si en lo profundo todo marcha bien o se ha rajado la cazuela, derramado su contenido y desparramado el sabor para festín de las hormigas. Que emoción retirar las brasas, golpear el barro ardiendo y dejar que escapen los aromas a tropel. Esto no es gastronomía, sí no toda una ceremonia iniciática, sobre todo después del vino y la noche sin dormir.
Así que yo sigo y seguiré, vagando por la Hélade, pidiendo corderos robados; y a pesar del bueno, no está mal, podría ser peor, pues muy sabroso, si señor; siempre me quedará la esperanza de probar un kléftiko como el que comían los Kapetánios. Ese día os lo contaré con más detalle.