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5 marzo, 2015

Coronas, castillos y barberos

Koroni es el pueblo que se puede esperar, en el Peloponeso, cuando te enteras de que tiene una fortaleza casi tan grande como su casco urbano. Koroni es además un nombre determinista y descriptivo que te prepara para ver coronas y castillos. Verás coronas y castillos.
Es un puerto al que recurrimos con frecuencia cuando pasamos por el sur de Mesenia, el dedo pulgar de la tierra de Pélope. Si le llamamos puerto seríamos generosos pues tan solo un espigón abriga de los vientos del sur; aunque cuando sopla el siroco las olas saltan por la escollera, indiferentes a muelles u obstáculos; e incluso con buen tiempo la resaca es considerable y los barcos permanecen alejados del muelle dejándose ir y venir con amarras largas y elásticas para evitar los socollazos. Sale ganando Koroni, porque la vista sobre el pueblo es limpia y sin distracciones, cuando llegas por el mar; las casas de colores moderados y teja descolorida por la frecuente lluvia, se reúnen en filas dando el aspecto de un gran teatro repleto de espectadores discretos. El castro, como una corona viene a darle el punto final del que hablaba.
De Koroni me gustan sobre todo dos cosas: las barcas que venden pescado y los barberos. Con la calma matutina se acercan los caiques al muelle a vender la captura de la noche. Cada uno tiene su mostrador metálico fijo en el que exponen su mercancía; sacan una balanza de platillos abollados que brincan y tintinean con el regateo y el tira y afloja; las pesas deformes e injustas hacen kilos de tres cuartos a tal rapidez que no da tiempo a la interjección, pero siempre te regalan el puñadito final para que te vayas satisfecho. Esta vez compramos koutsumouras, un pescado afín al salmonete pero de linaje más  humilde, aunque el aroma al freírlo es tan intenso como el de sus primos de sangre azul. Creo que se corresponde con nuestro “salmonete de fango” pero no sé qué tipo de fango será el que le da un sabor intenso.
Las barberías me interesan más que los peces y no sé por qué extraña razón en Koroni hay bastantes. Esos cilindros de rallas azules y rojas dando vueltas me dejan pasmada y me dibujan en la memoria las bacinillas metálicas, el chic-chac de las tijeras, el olor a colonia barata y aquellos señores simpáticos, charlatanes, de camisolas blancas abotonadas en un hombro, con un peine saliendo del bolsillo, que se inclinaban sobre sus clientes para dejarlos hechos un pincel y perfumados; salían todos dándose golpecitos en la mejilla. El dejà vú de los dulces sueños que uno siempre quiere volver a soñar me lo servía en bandeja el aroma de potingues y crecepelos junto con las orlas giratorias, me hipnotizaron. Este país, con frecuencia, tiene el poder de transportarme a entrañables fantasías.

Una de las barberías se llamaba la tijera de oro, haciendo un juego con unas tijeras abiertas y la X de χρυσό, toda una hazaña en diseño de logotipos. Me trajo a la memoria un cuento que inventé de pequeña sobre una modistilla que tenía unas tijeras de oro y un dedal de plata.

La chica tenía el don de trabajar muy rápido y provocar la modorra de sus clientes con el ir y venir de las tijeras doradas y el dedal plateado; mientras dormían cosía y cuando despertaban tenía listo el traje encargado. El resultado era como un guante y no solo eso, si no que en cuanto se vestían se convertían en personas elegantes y atractivas, fueran como fueran antes. La fama de la costurera voló como el polvo y llego a los oídos de una señora muy rica y muy fea que le hizo varios encargos. Cada vestido que le cosía era más primoroso y le sentaba mejor, los admiradores se agrupaban en su puerta para verla pasar. Como siempre, los malos del cuento tienen que ser mezquinos y egoístas, así que la falsamente hermosa señora encerró a la muchacha en un castillo para que solo confeccionara para ella. La historia tenía diversos desenlaces dependiendo de mi estado de ánimo y del público; desde el romántico y apuesto muchacho que veía los reflejos dorados salir por el ventanuco y la salvaba, hasta el más cruento clavar de tijeras afiladas en el corazón de la malvada. O bien se quedaba en suspenso porque creo que prefiero los cuentos sin final y cada uno que invente según sus gustos.

Debía llevar un rato obnubilada frente al cartel porqué me di cuenta que todos miraban hacia afuera y que el peluquero ponía cara de preguntar ¿que desean? Yo no podía entrar y sentarme en la butaca porque el establecimiento era exclusivo para caballeros y Jesús no accedía, aunque yo insistía, a afeitarse la barba que lleva desde que nació, así que le pedí disculpas al señor y abandonamos su puerta para seguir con el paseo

En velero por Grecia , ,
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