Era bien de noche; la verdad es que me costó trabajo levantarme de la cama, pues son las mejores horas, el alivio del tórrido verano. El pueblo estaba sumido en un absoluto silencio. Me acerqué a la única puerta iluminada y llamé con los nudillos. No tardó más que un minuto en abrirla con una sonrisa enorme; tan pequeña, con su pañuelo blanco recogido sobre la cabeza de esa forma tan curiosa que le obliga a recolocarlo de vez en cuando. No reconocería a Ioanna sin su pañuelo. Luego llegó Rosa, la albanesa que le ayuda. Tres mujeres, las tres de la mañana; un sótano. Un sótano tan blanco como su pañuelo, de las capas de cal anuales, desde los años inmemoriales, cubriéndolo todo, hasta el tiempo y la luz; de la harina que flotaba como polvo en el aire; de los lienzos de hilo esperando tendidos sobre la mesa.
En la pared blanca y rugosa, muertos, recuerdos, santos y relojes nos miraban muy callados; con ese mirar sobrecogedor que tienen estas cosas.
Rosa casi no hablaba griego y permaneció callada en su silla sorbiendo el café. Yo, que empezaba a espabilarme la inundé a preguntas tontas. ¿Cuánto tiempo? ¿Cómo? ¿Con quién? Ella daba vueltas a su taza y mojaba su culuraqui (rosquilla); respondía despacio y con parsimonia.
– Llevo 48 años haciendo pan. Empecé con mi marido. Lo hacíamos todo a mano, pero él quiso comprar esta máquina. Yo al principio me negué; era fuerte como una mula y joven, pero ahora sí que se lo agradezco.
Dio otro sorbo al cafetín mientras señalaba una fotografía del que debió ser su compañero de fogones. Se levantó, apagó la máquina y el silencio nos taladró los oídos. Con mucho cuidado cogió uno de los lienzos y tapó el mortero para la primera fermentación.
– Llevo 48 años y nunca me he aburrido de hacerlo.
La miré con los ojos como platos, no era alguien corriente esa mujer menuda que tenía sentada delante de mí. Parecía crecerse en el transcurso de la noche, como si estuviera hecha de masa y de protzimi; esa materia que debajo del lienzo aumentaba implacable con el trabajo laborioso de las levaduras. Yo diría que se oía el flop, flop, del pan subiendo a escondidas bajo el cubre.
Ya serían las 5 cuando levantó el paño y miró la masa con aprobación. Rosa corría disponiendo los moldes circulares, barriendo restos, retirando jarras y trapos. Espolvoreó la mesa de harina y empezó a trabajar las porciones de masa que Ioanna pesaba en una balanza de platillos imposibles, tan abollados que apenas se tenían derechos; más antigua que el diluvio universal. Estaba de espaldas, inclinada sobre el marmitón, mientras nosotras íbamos y veníamos con los troqueles redondos. Es posible que tuviera un ojo en la nuca pues, sin volverse, de vez en cuando nos reprendía.
– Ese ahí no. Ese tiene que ir en la otra mesa.
¿Nos había visto? ¿Solo el sonido del entrechocar de la hojalata la alertaba? ¿Era quizás Kasparov con su tablero de ajedrez memorizado? Esta increíble mujer permanecía como un druida frente a su marmita, moviendo manos, masa y balanza, emitiendo conjuros y rezos silenciosos que hacían de ello un proceso único. Terminé de despertarme.
Cuando todos los moldes estuvieron llenos y dispuestos según un orden estrictísimo, los volvimos a tapar. Otra hora; otro café. Pero éste más corto, había que encender el horno.
Entramos la leña y la metimos en la tahona. Esta tenía dos compartimentos, arriba y abajo, comunicados por un agujero central; encendimos los dos y las llamas cambiaron de tonalidad las paredes encaladas. No parábamos ni un momento acarreando más y más leña, el fuego la engullía y la abrasaba en minutos. Sudábamos; la piel encendida y brillante.