Mi amigo Martín, Mesié Martín, hubo un tiempo que se dedicaba a comprar veleros en Francia y venderlos en España. Tuvo muchas otras profesiones, pero eso es mejor que lo cuente él en sus memorias, que podrían ser extensas e interesantes, yo solo voy a coger prestado aquí un cachito de su vida.
Tenía Martín un sobrino que vivía en Perpiñán y le hacía de ojeador, no de futbolistas si no de barquitos en venta. Sobre todo se fijaba en pequeñas unidades, 7 u 8 metros, que llevaban tiempo con cartel y por tanto se podía sospechar que el propietario estaba un poco aburrido y con ganas de deshacerse de él. Aquí hacia su aparición Mesie Martín, que criado desde pequeño en Tánger, tenía todo un máster en regateos y trilerías; quien ha vivido en Marruecos sabe que son estudios que se deben cursar con excelencia si no quieres que te tomen el pelo; aprendes sí, o te vas. Llegaba mi amigo, como iba diciendo, y le hacía una oferta leonina; el desesperado armador huía ofendido, pero al cabo de unos días decía: Mais Oui. Y accedía a venderlo, no sin antes vaciarlo por completo y dejarlo temblando, con a lo sumo unos cabos y unas velas, dos defensas y el ancla de una neumática.
Entonces nosotros íbamos, cogíamos el barco y se lo traíamos a Valencia. Tengo que hacer hincapié en las esloras de los veleros; porque aunque es verdad que todos empezamos con esos tamaños, con el tiempo prosperamos y nos lanzamos a barcos de más desplazamiento y se te olvida que en estos, si subes a bordo con impulso, corres el peligro de caerte por el otro lado. También el tamaño es importante en el mar, claro, y en invierno, en el Golfo de León, con un Mistral permanente recién salido del congelador de los Pirineos, a la más mínima ola los rociones barren por completo la cubierta.
Lo que no se había llevado el dueño se lo llevaba Martín, que siempre ha sido dado a la trapería y si quedaba algo brillante, por insignificante que fuera, lo arramplábamos nosotros, las urracas. Solo por el mero afán del pillaje, porque al final todo quedaba reducido a tener una colección impresionante de espejos de señales, transportadores de plástico, o a lo sumo una bolsa con arneses del año de la polca; pero ya se sabe que la gente de mar es supersticiosa y si algo no robabas…no sé, no tenías buenas vibraciones. Y a Martín ya le había amenazado su familia, varias veces, con llamar a un gitano que se llevara todos los trastos que ocupaban gran parte de su casa. La verdad es que su chatarrería nos ha venido bien en múltiples ocasiones:
– Martín ¿No tendrás una balsa salvavidas caducada para enseñar a los alumnos?
– Sí, creo que tengo una
– ¿Y una pieza de recambio para un winche que ya no se fabrica?
– Lo buscaré.
Y él mismo, que tiene ahora un barco, por lo que cuenta, reconstruido con materiales reciclados, una verdadera pieza de museo de la prehistoria naval. Tengo ganas de conocerlo.
Martín nos llevaba hasta el puerto donde se encontraba el barco, normalmente en la costa Azul, lo compraba y nos abandonaba a nuestra suerte. Bueno no, no voy a ser exagerada, nos dejaba un piloto automático, siempre el mismo, que había que mimar, porque era “El Piloto». Eso sí, las cenas antes de zarpar, en la zona eran memorables y yo, cuando tenía tiempo, me acercaba a algún Château a comprar una garrafita del vino del año, para acompañar sinsabores.
Toda una generación de navegantes nos hemos curtido en “los transportes de Martín”. Así que cuando veías llegar a algún amigo con sal en las pestañas y el traje de aguas hecho jirones podías adivinar de donde:
– Vengo de hacerle un transporte a Martín.
En el caso del que me ocupo eran dos los barcos a transportar; Jesús llevaba uno y yo otro. Siempre es más entretenido navegar en conserva y dado que los susodichos estaban para cogerlos con pinzas, uno podía hacer de remolque del otro en un momento dado.
Yo desde el primer momento noté que el mío olía raro, pero como el golfo de León es ventoso, no tuvimos que usar el motor por mucho tiempo, solo si entrabamos a algún puerto. El problema vino una vez dejamos atrás el Delta del Ebro, porque nos pilló una buena encalmada. Fue entonces cuando constaté que el motor de mi barco tiraba parte del escape dentro y lo llenaba todo de humo. Tenía el codo del escape unos poros que dejaban salir los gases. Como en el barco no había prácticamente nada y lo único que pude encontrar fueron tiritas pasadas en un armario, la cosa no tenía mucha solución. Al no poder coger aire limpio también corría peligro de ahogarse, así que decidí dejarle abiertos todos los registros de la cámara de motores; él respiraba, yo no. Él se quedó dentro, yo fuera, condenada. Mi cara y mis manos estaban siempre negras y aunque al principio no paraba de lavarme, al final decidí que era un trabajo perdido. Desde el otro barco se me debía ver cada vez más morena.
Conseguimos llegar a puerto, que no es poco, y todos se quedaron extrañados de ver pasar un barco negro con una mujer de color a la caña. Cuando amarré y baje a recoger mis pertenencias; las cuales tuvieron que ir directamente a la basura; aquello estaba más oscuro que una mina de Mieres. Y a Martín, que nos esperaba en el pantalán, le entró el desternille; puro humor negro.
El caso es que siempre me recuerda, cuando nos vemos, que no sabe cómo todavía le hablo. Ji,ji. Pero así son los aprecios, no atienden al sentido o la razón.
Me quedó la duda de saber qué deshollinadores contrataron para limpiar el barco por dentro, porque las tapicerías de origen eran de color crema.