Seguimos con esta historia de un pueblo de griego de las islas del Jónico que extraigo de mi blog Navegando por Grecia. Espero que disfruteis.
Esta historia de pescadores y peces, de barcas y vecinos, que os traigo empezó un día de verano. Un día de mucho calor en el que mi amigo Vasilis nos pidió un hueco en el congelador para guardar unos pescaditos.
–Pero pocos, que no tengo sitio.
-Solo los que he sacado hoy; pocos. No me caben en el mío que es muy pequeño y no quiero pedirle a nadie del pueblo que me los guarde.
-Ah
-Cuando hace años empecé a pescar, todos se reían de mí. Me decían que como yo era de Atenas, no sabía pescar. Nadie quiso nunca enseñarme sus secretos. Ahora, yo pesco. Ahora, yo no se lo enseño a nadie.
Cuando me di cuenta casi no se podía cerrar la puerta de la nevera. Pajeles, sargos y meros de tamaños respetables asomaban sus cabezas en la morgue de mi congelador.Pensé que sería algo pasajero, pero pasar, pasó el agosto; sin que pudiéramos meter un hielo para refrescar el café. Así que un día me armé de valor y el dije:
-Enséñanos a pescar.
La cara se le iluminó; como a Zorba- ¿Pescar dices?
A partir de este punto toda nuestra conversación fue muy variada. Hablamos de palangres, de líneas, de gusanos, de cebos, de barcas y de sitios misteriosos e indefinidos, por supuesto muy secretos, donde los pageles acudían en tropel. Más que hablar susurrábamos y si alguna vez alzamos la voz, recibíamos un “chiss” como respuesta. Me percaté de que estábamos ante un obseso.
Después de las teóricas empezó con la práctica, sacando palangres de diferentes tamaños, con anzuelos grandes, anzuelos pequeños, boyas, sedales, cascabeles, quita vueltas; y una colección de rápalas dignas de un museo. Entiendo ahora que parte de la razón de los bisbiseos y murmullos era que su mujer no se llegara a enterar del dineral que había invertido en artes de pesca.
Se acercaba el final de Agosto, cuando él tenía que volver a la ciudad; el aciago y deprimente día del regreso y de enfrentarse a la dura Atenas 2011. Así que en un impulso descontrolado se acercó al vernos y nos dijo muy bajito:
-Esta noche, después de cenar, en mi casa. Traed café.
-Está bien.
-Y que nadie se entere claro.
-No te preocupes.
No soy muy buena mintiendo. Me temblaron las piernas.
A la hora acordada, todo el pueblo en silencio, nos bebimos el café mientras cebábamos con gusanos los anzuelos del palangre; yo diría que unos 10000. Recogimos todo y sin hacer ruido nos dirigimos hacia el coche. No se oía nada. Casi llegando a la plaza, al volver la esquina nos dimos de bruces con Vula, la tabernera.
-¿Que hacéis?
Poco podíamos decir, con la carga que llevábamos así que nos callamos.
-De acuerdo, no os he visto. Dijo Vula sonriendo.
Guardamos todo en el maletero, arrancamos y bajamos la cuesta. En la curva, al final de pueblo, delante de la panadería, dimos un frenazo; un gato se cruzo entre las ruedas. El chirrido despertó a la panadera que asomó su cabeza por la ventana iluminada. No hubiera visto un elefante a dos metros del balcón, así que saludamos con la mano, por instinto mas que nada.
Continuará