Ni que decir tiene que volví a la taberna unas 1000 veces más y todo seguía igual: el pulpo, la vista, la música. Un par de adolescentes, algo pasmaos, le ayudaban a servir mesas y su mujer, en la cocina, se esmeraba cada día un poco más en ofrecer nuevos platos. Tenía una colección de blues inacabable. Pasaron los años y se convirtió en visita obligada, como si fuera la verdadera Acrópolis.
Hace tres años subí ilusionada, a saludarlos y a decir que cenaríamos allí; debía ser principios de Junio. Lo encontré cabizbajo y con los ojos enrojecidos.
– ¿Qué te ocurre? ¿Estás bien?
– No, no estoy bien. Ha venido de América el dueño del local y sin previo aviso nos ha dicho que nos vayamos.
– ¿Por qué? ¿Va a abrir algo él?
– Pues no lo sé. Pero ahora ¿Qué hago con el vino, con el queso, con el aceite que había comprado para la temporada? ¿Qué hago con mi familia que se queda toda en el paro?
Me dio tanta tristeza que me salió un abrazo.
– Abras donde abras tu próxima taberna, allí me tendrás.
Pero no pude cumplir mi promesa pues emigró al extranjero. Se fue con sus pulpos y sus catálogos, dejando una música triste, como de Blues.