Para muestra de lo que digo os cuento la historia de una higuera, un sicomoro; mi sika.
Eran finales de Septiembre cuando yo estaba ya harta de pisar higos, de barrer higos, de espantar moscas. Sentada a su sombra, bajo sus ramas, entre sus hojas, mi cerebro abrasado por las canículas estivales, recapacité, como un día Isaac Newton. Cogí el serrucho.
La madera de higuera es blanda y la sierra rápida y con un poco de ris y otro poco de ras… la dejé como recién nacida. Escondida entre sus nudos oía caer las ramas y me protegía la cabeza, del estruendo. Ris-ras, ris-ras…
Ris –ras. Cuanto trabajo.
Ris-ras. Otro poco más.
Ris-ras. Como me miran extrañados.
Ras. Acabé; me sentí orgullosa. O no.
Como soy urbana, como soy bióloga y de sicomoros puedo hablar largamente; de sus peculiares flores encerradas en deliciosas capsulas que comemos en verano y de ciertos insectos que ayudan a su polinización; pero no sé ni un pimiento de higueras, cuando vi su aspecto invernal, una corriente fría recorrió mi espina dorsal: la he matado.
No era solo un árbol, era la higuera del pueblo.
Tengo que confesar que en las noches de insomnio, el árbol casi centenario ; años que se pueden certificar; aparecía en mis duermevelas clamando venganza. Y cuando volví a mi tierra (¿España?) me remordía la conciencia.
Pero… llegó la primavera y lo que creíamos acabado renace de sus cenizas. Mi higuera reverdeció. Más fuerte que nunca, mas verde que nunca.
Se “abre la cámara de las Horas”, Ὧραι, las diosas de las estaciones y la naturaleza. Y θαλλω’, una de ellas, la Hora de la primavera, complacida, nos adorna las más bellas islas, los más bellos mares, los recién estrenados animales. El mundo también se abre; a infinitas posibilidades.
Y la primavera se enciende en cada esquina con multitud de colores, en las puertas al sol, en las de sintagma; en otras que están por florecer. Y lo increíble se puede hacer realidad.