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12 febrero, 2015

Mi mecánico tiene una serpiente

Mi mecánico tiene una serpiente. La señalaba con un dedo lleno de grasa, cuando una clienta creía que iba a ser atendida por un profesional de mono inmaculado y programas informáticos que averiguan  vidas y pecados de motores rebuscados. Pero ahí  estaba la serpiente. Veneno puro. Y la chica dijo con una mueca de verdadero asco:
– Oh, My God. It’s disgusting.
Cuando vio el espanto de su cara, se ensañó todavía más si cabe. Que si viene cada día, que si aquí abajo hay muchos nidos de golondrinas, que si los devora; va y vuelve. Y la sonrisa con coletilla de “a mí tampoco me gustan las serpientes, pero se comen las ratas”.
La mujer salió despavorida en busca de su marido, para decirle que quizás no sería buena idea esa que habían tenido. Pero todavía le alcanzó el decirle:
– Yo tengo una en mi casa.
Al margen de la historia, debería contar que yo quiero a mi mecánico. Yo “amo a mi mecánico” y “mi mamá me mima”. Muy poca gente puede decir alto y claro esta onomatopeya tan infantil como mentirosa; ni nadie nos mima a estas alturas, ni es posible tener un profundo aprecio por nuestro mecánico verdaderamente. Con el corazón en la mano; he planeado su asesinato muchas veces. Elaboré el proyecto más concienzudo de homicidio cuando se dejó mi barco abierto y encontré unos restos mortales de pájaro dentro, entre colchones y almohadas. Fue en esa ocasión cuando constaté a que huele un cadáver. Un muerto huele a queso profundo y penetrante; su aroma queda prendido en las telas y las maderas hasta la desesperanza y casi es imposible deshacerse de ese hedor. Hubo que cambiar chapados, colchonetas y medio camarote para poder volver a respirar.
Cuando iba a perpetrar el crimen, en el último instante me volví atrás, cerré los puños y no tuve valor para estrangularle. Porque me dijo:
– Pobrecillo, que mal lo tuvo que pasar el animalito.
Mi mecánico está loco. Gusta de causas imposibles, de barcos hundidos, desencajados  o incendiados y no le atraen las naves de alta estofa, con sentinas blancas y motores limpitos de pintura refulgentes. Trabajó de jefe de máquinas  en un mercante durante años, recorriendo el mundo engrasando válvulas, con el “Pom- pom” atronador de las calderas y los pistones, las manos negras de aceite y el corazón viajero y solitario;  hasta que se enamoró de la radiotelegrafista y se desembarcaron los dos, se compraron una goleta podrida y decidieron restaurarla para lanzarse a la aventura mayúscula. Yo creo que es por eso que le gusta más la vertiente gore de la mecánica, las tripas y los intestinos. Y ante un capitán de polo colorido y cocodrilaki en pecho o uno de camiseta agujereada siempre preferirá al segundo. Yo misma no le mato, porque le debo la vida.

Mi mecánico no intercambia palabras. Los clientes pueden pensar que esta sordo. Nunca sabes si se ha ido a comer o a por una pieza, si te ha dicho que te lo arregla o que no, si volverá algún día a finalizar la faena o la cosa ha quedado ahí, en un destripe innecesario y herramientas esparcidas.

Mi mecánico es el Doctor Frankestein y sus criaturas los diesel. Anda reconstruyendo monstruos con las basuras que acumula en su patacha y siempre tiene un cerebro en formol o un higadillo disecado con el que insuflar vida a sus autómatas remendados. Una tirita por aquí, un recosido por allá, un tornillo por acullá y….po-po-po-poooooom. Volvió a la vida el pobre diablo.

Mi mecánico anda siempre herido y vendado. Porque va saltando de barco en barco como si fuera un chiquillo y suelda sin careta, y sierra que te sierra a veces se corta un dedo.

Mi mecánico no viste ni es glamuroso. Hay gente que no gusta de estos tipos y prefieren los que llegan en furgonetas dibujadas con emblemas de diseño, que dan sentencias escuetas y que finalizan con una sonrisa forzada y un:

– Debe cambiar toda la pieza y vale tropocientos mil.

Pero yo quiero a mi mecánico, porque está loco, porque es Frankestein, porque guarda la basura que luego otros utilizan, porque no habla con nadie más que con los gatos, porque le gustan las tripas y aborrece los cocodrilakis, aunque no las serpientes, porque es incapaz de dejar a un navegante tirado aunque le toque trabajar jornadas enteras. Porque en el fondo es un genio y una estirpe que se extingue sin remedio.

Serpenteaba el reptil silencioso mirando fijamente un nido de golondrinas que una incauta pajarita había construido entre el esqueleto de hierro oxidado. Craso error el del ave, porque más tarde sesteaba la serpiente tras el banquete.  El mecánico, con una cerveza en la mano y sentado en un banco los observaba con la felicidad de quien se encuentra en su mundo.
Alquiler del barco en el Jónico. , ,
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