Mi mecánico no intercambia palabras. Los clientes pueden pensar que esta sordo. Nunca sabes si se ha ido a comer o a por una pieza, si te ha dicho que te lo arregla o que no, si volverá algún día a finalizar la faena o la cosa ha quedado ahí, en un destripe innecesario y herramientas esparcidas.
Mi mecánico es el Doctor Frankestein y sus criaturas los diesel. Anda reconstruyendo monstruos con las basuras que acumula en su patacha y siempre tiene un cerebro en formol o un higadillo disecado con el que insuflar vida a sus autómatas remendados. Una tirita por aquí, un recosido por allá, un tornillo por acullá y….po-po-po-poooooom. Volvió a la vida el pobre diablo.
Mi mecánico anda siempre herido y vendado. Porque va saltando de barco en barco como si fuera un chiquillo y suelda sin careta, y sierra que te sierra a veces se corta un dedo.
Mi mecánico no viste ni es glamuroso. Hay gente que no gusta de estos tipos y prefieren los que llegan en furgonetas dibujadas con emblemas de diseño, que dan sentencias escuetas y que finalizan con una sonrisa forzada y un:
– Debe cambiar toda la pieza y vale tropocientos mil.
Pero yo quiero a mi mecánico, porque está loco, porque es Frankestein, porque guarda la basura que luego otros utilizan, porque no habla con nadie más que con los gatos, porque le gustan las tripas y aborrece los cocodrilakis, aunque no las serpientes, porque es incapaz de dejar a un navegante tirado aunque le toque trabajar jornadas enteras. Porque en el fondo es un genio y una estirpe que se extingue sin remedio.