29 febrero, 2016

Queso

Feta_Greece_2

Cuando decimos que alguien “está como un queso” ya no hace falta que seamos más explícitos, nos referimos a que él o ella representan por sus formas, por sus esencias y por sus expectativas algo tan agradable y apetitoso que es exactamente eso y nada más que eso: un queso ¿hay algo más deseable? Queso, remarcando la q, su solo nombre hace que entrecerremos los ojos y que nos acordemos de algún momento cumbre de nuestra existencia cuando dimos con uno inolvidable.

El queso es uno de los alimentos elaborados más antiguo, se cree que sus inicios se remontan al neolítico y los inicios del pastoreo; unos 10000 o 12000 años atrás.  Casi seguro que debió ser un proceso fortuito y espontaneo el hallazgo de que la leche se espesara al meterla en odres fabricados con resistentes intestinos de rumiantes, para su almacenamiento o transporte. Lo que no está claro es quien lo probó primero y dijo: está bueno. Y parece natural que pronto comprendieron que cuando la cuajada exudaba el líquido se hacía más consistente y podía conservarse más tiempo.

Los griegos, incrédulos ante que tamaña maravilla la hubiera ideado un humano, supusieron que los dioses del Olimpo enviaron a Aristeo, hijo de Apolo para enseñarles a los hombres el secreto de cuajar la leche de sus ganados.

Hoy Rodi y sus recetas, me obliga a que repase la Odisea por enésima vez para buscar al más famoso fabricante de quesos, el monstruoso pastor tuerto; Polifemo. Homero nos relata la llegada de Ulises y sus hombres a la cueva del cíclope repleta de leche de sus rebaños, cuajada y almacenada en unas cestas.

“Llegamos enseguida a su cueva y no lo encontramos dentro, sino que guardaba sus gordos rebaños en el pasto. Conque entramos en la cueva y echamos un vistazo a cada cosa: los canastos se inclinaban bajo el peso de los quesos, y los establos estaban llenos de corderos y cabritillos. Todos estaban cerrados por separado: a un lado los lechales, a otro los medianos y a otro los recentales. Y todos los recipientes rebosaban de suero colodras y jarros bien construidos, con los que ordeñaba.”

Estas cestas a las que se refiere Homero se llamaban φόρμους y los romanos lo transcribieron como formus, posiblemente relacionándose después con a la forma en la que se materializaba la leche después de la precipitación de su caseína. Y  así los siglos y la paciencia nos llevan al exquisito formage, formagio o fromage.

Pero lo que sí es verdad es que el delicioso queso griego, el feta de numerosos guisos o ensaladas, se sigue elaborando más o menos como lo hacía Polifemo. Yo si tengo que elegir lo prefiero solo, con un poco de orégano y un buen chorro de aceite de oliva virgen; por supuesto mirando al mar. Es tal la explosión de ovejas y cabras en tu boca que te pica el paladar y empiezas a creer fervientemente en cíclopes y lestrigones. Una vez me dieron a probar una deliciosa “Salamura “, una suculencia exclusivamente artesanal y remota, una especie de requesón salado, con toda la nata de la leche, que dispuestas sobre un tomate, hacían perder el sentido y el recuento de las calorías que tenía ese placer de meditar buscando memorias de papilas gustativas.

Los griegos siempre llamaron al queso tirí, el nombre feta proviene del siglo XVII por la manera de cortarlo para almacenarlo en grandes vasijas y posteriormente latas; feta es rebanada en griego. Esas latas que muchas veces se reciclan y acaban pintarrajeadas, convertidas en macetas coloridas y alegres en la puerta de las casas. Me gustan esos macetones, me encanta ir a las queserías y verlos dorados y resplandecientes, pedir un buen pedazo de queso blanco, verlo como lo cercenan y lo extraen con el cuchillo de su salmuera silenciosa y lo depositan con un sonido sordo sobre el papel de envolver. Y encontrarle los matices después: este era muy blando, este excesivamente seco, con este he alcanzado ver al propio Aristeo.

El feta está presente en la cocina griega casi tanto como el ajo en la nuestra; al que no le guste no sabe lo que se pierde. Podría enumerar múltiples recetas griegas que utilizan al feta como ingrediente. Al horno, con cordero, en ensalada, en pasteles. Y los saganakis que hoy me ocupan y que toman su nombre de la pequeña sartén en la que se elaboran. Y digo bien en plural, pues los he probado de gambas, de mejillones o de solo queso.

Así que la receta que hoy me manda Rodi que a su vez le ha contado Ioanna, es una de las más famosas que se pueden degustar en las tabernas; pero ¡Ay!  Tiene trampa y pocos alcanzan a sublimar el plato, porque la gamba o los mejillones son muy sabrosos y enmascaran con su aroma a los torpes aprendices de alquimistas cocineros que quieren disfrazar sus atropellos. El secreto, como siempre, es que ningún sabor sobrepase a sus compañeros.

INGREDIENTES

Tres cuatro de kilo Gambas.

Un cuarto de kilo de queso feta.

Dos grandes tomates maduros.

Dos dientes de ajo

Una cebolla picada

Una taza de aceite

Laurel, sal, pimienta negra molida fresca y una cucharadita de azúcar.

 

ELABORACION

Sofreímos la cebolla. Añadimos los tomates, el ajo cortado en rodajitas, el laurel, la sal y pimienta, el azúcar y un poco de agua. Lo dejamos todo cocerse por veinte minutos.

Ponemos las gambas peladas sobre la salsa a cocer otros 5 minutos.

Colocamos las gambas y la salsa en “γιουβετσάκια” (cazuelitas de barro) y ponemos por encima Feta cortado en trozos

Lo metemos al horno ya caliente por 15 o 10 minutos, tapado con papel de cocina.

En velero por Grecia
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