Islas, Islas. Islas como Skyros que te perturban, que te “roban el alma y la estremecen del mismo modo que el viento de las montañas azota, golpea sobre las encinas ululando” como dijo Safo; te dejan patidifuso y enamorado como a un tonto adolescente. No siempre es amor a primera vista si no que requiere de segundas y sucesivas visiones para que caiga el rayo cegador, la flecha venenosa que te convertirá en adorador embelesado.
Si de algo adolecemos los navegantes con frecuencia, es de la falta de curiosidad por todo aquello que suceda más allá de 1 kilómetro del puerto. Arribar, amarrar y zarpar al día siguiente. Ese viento favorable, ese tiempo escaso, la impaciencia, la codicia de ver cuanto más mejor y sentir que lo has conquistado. Pero en Grecia, en una isla, solo puedes decir que has estado después de un tiempo, después de aburrirte o de enamorarte.
Skyros, aunque administrativamente pertenezca a las Esporadas del Norte, bien podría ser una Cíclada; tienen en común el meltémi furioso del verano que deja el ambiente limpio, la tierra vacía y la Jora blanca prendida a la montaña. Pero enseguida adviertes que Skyros es más serena y sosegada que sus primas del sur.
A las señoras de las Joras de las Cícladas y de gran parte del Egeo les encanta darle al pincel para colorear un poco esa blancura cegadora. Pintan rejas y ventanas, cúpulas y terrazas, pintan sus chimeneas, sus macetas, los árboles y las piedras; hasta algún perro dormido y despistado podría ser objeto de la brocha de una kiría (señora) entusiasmada. Pintan preferentemente de azul, pero también hay rojos y verdes. Skyros, sin embargo es más sencilla y discreta; una guapa muchacha que odia el maquillaje; los colores de esta isla, a parte del blanco, son ocres, azules pálido y amarillos discretos; dejan que el mar y el cielo coloreen el resto. Es tranquila, silenciosa y brillante; sus habitantes sonrientes, amables, dan la impresión de vivir en una Arcadia feliz.
La parte norte de la isla está habitada; aunque eso es mucho exagerar; allí se encuentra la Jora, el puerto, las ermitas al borde del mar y los establos de caballos enanos, descendientes de una raza que trajo Alejandro Magno. Vi tantos que pregunté:
– ¿Para que los utilizáis? ¿Para carne?
Yo solo esperaba una respuesta negativa pero él me miró horrorizado ¡Qué salvajada! solo de pensar en comerse a esos dulces caballitos.
– Los utilizamos para abonar la faba.
La faba es una legumbre y también un plato famoso del Egeo, un puré que se sirve con aceite y limón. No es una especialidad que me entusiasme, pero algo tan delicado como para que crezca mejor con cacas de caballo enano, preferentemente a las de vaca o cordero, no es algo que se pueda desdeñar, así que habría que probarlo.
– También es muy sabrosa aquí la cabra salvaje al horno.
No entendimos muy bien esa peculiaridad de sus cabras, porque las cabras de Grecia siempre son salvajes, agrias, άγρια; suelen vivir en los riscos con toda libertad. Pero eso fue antes de entrar en la parte salvaje, agria, deshabitada, de la isla.
Ya caía el sol, esa hora estupenda, cuando nos adentramos por la carretera que llevaba a la parte salvaje, el Limniares, la tierra de Ares, o por decirlo de otro modo Marte; nada más descriptivo. El paisaje cambió de improviso como si hubiéramos atravesado un espejo y aparecimos en una tierra extraña y petrificada, con unos árboles minúsculos que se inclinaban hacia el sur. Unas esculturas grandes hechas de rocas brutas, enormes y casi imposibles de imaginar el ponerlas en pie sin una grúa, aparecían de trecho en trecho dándole un aspecto extraterrestre; claro, estábamos en Marte. Juraría que las piedras cambiaban de lugar cuando cerraba los ojos.
– Yo diría que esa gris y pequeña antes estaba allí.
Entre piedras móviles y bonsáis de encina, las miradas verticales y amarillas de miles de cabras nos observaban, ejércitos de cabras locas triscando sobre los diminutos árboles que no veían la forma de crecer, saltaban sin descanso. Las ovejas, más tontas ellas, se apartaban en estampida cuando pasábamos por la carretera para luego volver a inundar el asfalto. Si me hubieran dicho que estaba en el pleistoceno no lo habría dudado.
La carretera seguía y subía y subía; las águilas daban vueltas sobre los rebaños de Ares y los conejos de Marte. El tiempo se detuvo, cobró una dimensión elástica, de ida y vuelta. Se acabó el mundo, se acabó el tic tac; ese imbécil implacable, el tiempo, no parecía importar en esta parte del universo. No hubiéramos pestañeado al ver aparecer a un dios, o a Alejandro con sus caballitos, o al infortunado Teseo, o Aquiles disfrazado. O incluso al ver el futuro.
El aroma es difícil de recordar, porque olía a espliego y a encina, a animales y estiércol; pero también olía a piedra y tierra antigua; olían los rayos de sol horizontales y los arboles esmirriados. En aquella tarde prodigiosa olía todo.
Una tortuga grande intentaba cruzar la calzada cuando llegamos, con el sol todavía sobre el horizonte y se escondió ante nuestras miradas. Ya anocheciendo, al iniciar la vuelta, la volvimos a encontrar al otro lado, exhausta y contenta de haberlo conseguido. Quizás mañana emprendería el camino de vuelta. Tenía todo el tiempo del mundo.
– Pues tendríais que verlo con luna llena.
Este tío es un veneno ¡Yo lo mato! Ahora ya solo tengo ganas de volver a Skyros con luna llena.