En el Jónico de nuevo.
Clinc, clinc…..quitiquiticlinc….quiticlinc.
Sonó un cascabel, amortiguado por los silbidos del viento y los impactos de las olas contra el casco. Con poca convicción me acerqué a comprobar la tensión del sedal. Este mismo hilo con diversas cucharillas, plumas y rapalas, había navegado día tras día, surcado millas, siguiendo al barco de cerca, por varios mares; sin ningún resultado.
-¡Algo ha picado! ¡No me lo puedo creer!
-Cobra el sedal.
-Pásame el cubo.
-Es una bacoreta
-Dame las tijeras.
-Sujeta aquí.
-Tráeme una bolsa
-Cuanta sangre.
-Tira las tripas, desángralo bien que si no estará incomestible.
-¡Ya tenemos cena, que bien! Lo meto en la nevera.
Todavía no había cerrado la tapa del frigorífico cuando oí:
Clinc, clinc…..quitiquiticlinc….quiticlinc
-¡Otro!
-Cobra el sedal.
-Pásame el cubo.
-Es otra bacoreta
-Dame las tijeras.
-Sujeta aquí.
-Tráeme una bolsa
-Cuanta sangre.
-Tira las tripas, desángralo bien que si no estará incomestible.
-Ya tenemos cena para mañana. Lo haremos al horno. Voy a dejarlo en…
Clinc, clinc…..quitiquiticlinc….quiticlinc
-¿Otro?
Clinc, clinc…..quitiquiticlinc….quiticlinc
-¿Más?
Clinc, clinc…..quitiquiticlinc….quiticlinc
-Pásame el cubo.
Clinc, clinc…..quitiquiticlinc….quiticlinc
– Quita ese cubo. D… Tijeras. P… la bolsa. Clinc, clinc…..quitiquiticlinc….quiticlinc. Trae el cubo. ¡Cuanta sangre! Tira las trip…
Clinc, clinc…..quitiquiticlinc….quiticlinc
– Bolsa… Cubo. ..Tripas… Sangre… Sedal. ..Bolsa…Nevera… ¡Dios!
En apenas una hora habíamos cobrado 20 piezas. Algunas se soltaban al llegar al faldón de popa, pero inmediatamente venía otro hambriento animal a rescatar el bocado perdido. Pronto las neveras estuvieron llenas. También las pilas de la cocina. Y el cubo. Y todas las bolsas. Estaba anocheciendo y la cosa no tenía visos de cambiar.
– Yo no entiendo nada. Si vamos casi a 8 nudos ¿Como puede entrar tanto bicho?
Aquello parecía una hecatombe. Cabezas, tripas y sangre se acumulaban en el balde y yo repasaba mentalmente los diferentes ingredientes para mantener fresco todo aquello que no cabía en la nevera.
– A ver… Sal gorda, queda un poco. Limones, hay. Vinagre, bastante. Laurel y pimenton, algo. ¿Botes? ¿Aceite? ¿Cuanto? Se nos presentaba una noche en vela cocinando y conservando. Y eso sin tener en cuenta a que hora llegaríamos a un sitio decente para ponernos manos a la obra.
– Hay que meter otro rizo a la mayor. ¡Tenemos que ir más despacio!
– ¿Te has vuelto loco?
Y fue entonces cuando lo noté, cuando se volvió hacia mí y le pude ver los ojos; el veneno en sus pupilas, la ponzoña en su sangre, la picadura, la obsesión, la chifladura por la pesca; un trastorno de mal pronóstico.
– ¿Te has dado cuenta de cómo llevamos el barco? A lo mejor no cabemos en la cama.
– Está bien… recogeré el curri – dijo en voz muy baja.
Fue una labor difícil. Cada vez que intentábamos recuperar el aparejo, otro pez ansioso se enganchaba en el anzuelo; había que largarlo otra vez para no enredarlo y al recogerlo… Pásame el cubo… las tijeras…
– ¡Basta ya! Si pica otro lo tiras al mar.
– No puedo hacerlo. Nunca había visto algo así.
-Pues lo haré yo.
– Somos pescadores, ahora buscaremos un refugio donde organizar nuestras capturas.
¿Reír o llorar? Esa era la cuestión. Pero la situación era tan cómica, tan caótica, que opté por lo primero. Su rostro, sus manos, su ropa teñidos de rojo; yo no me miré al espejo, pero supongo que otro tanto. Como la risa es contagiosa, estuvimos horas desternillándonos.
Nunca fue Petalás, una isla deshabitada del Jónico, un refugio de pescadores; pero esa noche, algún barco que había fondeado, se enteró de que habían llegado unos a las 2 de la mañana; unos pescadores algo escandalosos.