Hacía fresco esa noche y todos nos sentamos dentro, con las mesas dispuestas en corro frente a los músicos. Y yo me entretenía en observar las viejas fotografías que colgaban de sus paredes que remitían a la Finikunda original, la de dos casas y una taberna. Esas fotos amarillentas tenían el humo de los miles de sopas servidos en el establecimiento.
Comenzaron las canciones, sirvieron la sopa. Debían ser las 9 de la noche. La música y el vino subía poco a poco la temperatura del local; los músicos eran invitados a sucesivas rondas de tsipuro, aguardiente, que hacían que el cantante cada vez se desgañitara más; era un auténtico “mangas” del Pireo, elegante, con unas patillas larguísimas, la cara roja y las venas explosivas de tanto berrear. De vez en cuando, algún comensal suspiraba con la mano en el pecho al comienzo de una canción, la suya, y se levantaba para echarse un baile desbaratado. Siempre me ha gustado esa costumbre griega de alternar cenas con danzas sin que a nadie le parezca de mala educación. ¿Cómo podría uno seguir comiendo si se entonan los primeros acordes de esa copla que tanto le gusta y que tan buenos recuerdos trae? La verdad es que el repertorio te hacía brincar de la silla cada dos por tres porque era una selección de rebética de las buenas, solo interrumpida por un Zorba, a petición de una extranjera desubicada, que fue interpretada con desgana y entonada con una mueca de aburrimiento por parte del manga cantante.
Yo no podía acabarme la cena con tanto baile y cuando miré el reloj eran las 3 y media de la mañana. ¿Cómo era posible que siguieran punteando guitarras o buzukis sin que se les cayeran cachitos de dedo? El cantante, tras 6 horas ininterrumpidas y pasionales fue relevado de su silla y se dirigió hacia la puerta en busca de aire fresco dando tumbos y traspiés.
Entrada publicada en nuestro blog: http://navegandoporgrecia.blogspot.com