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21 abril, 2015

Una noche de baile

Descubrir es a cubre como desvelar es a velo. Y vislumbrar es entrever la luz. Jugar con el significado de las palabras es tal vez, como yo lo siento, tantear las historias que escribo. Saber cómo suena lo que busco a tientas.
Investigar por la necesidad de levantar el velo o el cubre, por iluminar esa taberna que daba nombre al pueblo. Tal como expliqué en la entrada anterior Finicunda antiguamente se llamaba Taberna, porque el pueblo se reducía a un establecimiento de este tipo y constituía una innegable “red social” de los marinos de Mesenia. Me preguntareis que hay de interesante en un nombre. Y yo responderé  que es una mera coartada para imaginar barcos que arriban, fondean, amarran, descansan. Hombres rudos que desembarcan con las ropas salobres y las pestañas quemadas, con las miradas blanquecinas de unos ojos opacos de tanto contemplar el mar. Vislumbrar. Y esa necesidad de charla y de roce humano, bajo un techo sin estrellas y sobre un suelo inmóvil, sin balanceo, ni céfiros, ni escamas, ni truenos. Bajo la cubierta de una tabernera sonrosada y voluptuosa que sirve tanto a forasteros como parroquianos un vino tan caliente como para reconstituir huesos y glándulas. Imagen de abrir la puerta en invierno con un bombazo de luces, olores, música y vocerío. Evocaba tantas cosas que valía la pena destapar el velo a su historia, así que cogimos nuestra vara de zahorí y emprendimos la búsqueda.
Encontrar la taberna prehistórica no fue difícil, pues aunque camuflada entre otras tantas que habían surgido por gemación, preguntando se llega hasta Roma. Era modesta y discreta, ni más bella ni más fea que sus vecinas pero la verdad es que la varita no vibraba ni mostraba indicios radiestésicos de ningún tipo, si en su momento fue la primigenia, ya no decía “mu”. Se había roto el encanto romántico de aquella cantina antigua,  ahora  enlucida y reformada, con toldos y sillas modernos, pero frente al mismo mar. No, esta no era de las que roban el alma.
Ya de vuelta y con la misión truncada, abandonada y el ánimo alicaído del cazador que regresa con la munición intacta, nos paramos frente a una taberna anfiteátrica frente al puerto que anunciaba música en vivo para esa misma noche. Era un punto positivo porque a quien no le gusta la música en directo y aunque en estos sitios veraniegos la cosa deriva invariablemente en baile de Zorba con muchos turistas levantando brazos, siempre es agradable cenar con el punteo de buzuki y la guitarra. Nada perdíamos por probar. El segundo punto a su favor es que ofrecía como plato estrella la sopa de pescado denominada Kakabiá.
Ya he hablado en otro momento de esta sopa antiquísima que se cocinaba en las barcas de pesca en unos pucheros enormes rematados por tres patas en su base, de donde viene su nombre. Hay antropólogos que afirman que la preparación de esta sopa fue de los primeros intentos de cocina, algo más sofisticado que el simple asado, de la historia conocida de la humanidad.  En esencia se basa en cocer, con poco agua, el pescado de poco valor comercial, junto con patatas, cebollas, tomate y apio. El secreto es que las espinas del pez casi se disuelvan en el caldo. Por último se añaden trozos grandes de pescado de calidad que flotaran en la salsa espesa. Se sirve con limón y trozos de pan seco.
Me recuerda a la paella, tanto por que el origen del plato hace alusión al cacharro donde se cocina, como sobre la extensa discusión sobre la elaboración del guiso. No es lo mismo una paella que un arroz; no es lo mismo una sopa de pescado que una Kakabiá. Ambas tienen ingredientes indispensables o, en su caso, prohibidos, ambas dan origen a tratados extensos y peleas entre puristas y heterodoxos. Pero eso es también parte del folclore, lo que diferencia el simple alimento de la cultura. Siempre pido Kakabiá cuando la veo.

Hacía fresco esa noche y todos nos sentamos dentro, con las mesas dispuestas en corro frente a los músicos. Y yo me entretenía en observar las viejas fotografías que colgaban de sus paredes que remitían a la Finikunda original, la de dos casas y una taberna. Esas fotos amarillentas tenían el humo de los miles de sopas servidos en el establecimiento.

Comenzaron las canciones, sirvieron la sopa. Debían ser las 9 de la noche. La música y el vino subía poco a poco la temperatura del local; los músicos eran invitados a sucesivas rondas de tsipuro, aguardiente, que hacían que el cantante cada vez se desgañitara más; era un auténtico “mangas” del Pireo, elegante, con unas patillas larguísimas, la cara roja  y las venas explosivas de tanto berrear. De vez en cuando, algún comensal suspiraba con la mano en el pecho al comienzo de una canción, la suya, y se levantaba para echarse un baile desbaratado. Siempre me ha gustado esa costumbre griega de alternar cenas con danzas sin que a nadie le parezca de mala educación. ¿Cómo podría uno seguir comiendo si se entonan los primeros acordes de esa copla que tanto le gusta y que tan buenos recuerdos trae? La verdad es que el repertorio te hacía brincar de la silla cada dos por tres porque era una selección de rebética de las buenas, solo interrumpida por un Zorba, a petición de una extranjera desubicada, que fue interpretada con desgana y entonada con una mueca de aburrimiento por parte del manga cantante.

Yo no podía acabarme la cena con tanto baile y cuando miré el reloj eran las 3 y media de la mañana. ¿Cómo era posible que siguieran punteando guitarras o buzukis sin que se les cayeran cachitos de dedo? El cantante, tras 6 horas ininterrumpidas y pasionales fue relevado de su silla y se dirigió hacia la puerta en busca de aire fresco dando tumbos y traspiés.

Entrada publicada en nuestro blog: http://navegandoporgrecia.blogspot.com

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